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Tal vez les guste escuchar una historia…

 

*Por Paula Pardavila

Allá por el ‘95 mi viejo tea un Dodge 1500, mi hermano y yo lo bautizamos el Maserati –una máquina que cada 2 x 3 le pasa algo.

Los sábados a la tardecita ya nos preparábamos porque el viejo llegaba del laburo y salíamos a dar una vueltita en el Maserati; era un clásico. Siempre nos llevábamos música, para ese entonces era todo un laburito grabar: agarrábamos el cassette y le pegábamos una cinta, luego mucha paciencia y atención hasta que pasaran el tema que te gustaba, por supuesto rogar que nadie hable o te ladre el perro –bueno volvamos a la salida–. En la radio había un loco que le daba manija a una banda de Mataderos, “…la Perito sigue desierta..” –decía uno de los temas–, lo escuchamos un par de veces y ya lo coreábamos todos.

Un sábado viene mi viejo y dice: –vamos a la Perito!!!–, buenísimo!!! –dije–, tenia ocho años y realmente no sabia qué era la Perito, jaja!!! Salimos con el Maserati, viaje largo de San Justo a Pompeya, no me olvido más el momento en el que por fin llegamos, pasando por la Perito al canto de “…hoy voy a bailar a la nave del olvido…”.

Con mi hermano nos pasábamos escuchando la banda, nos identificaba, era un poco de todo, tenía barrio, poesía, amor, rebeldía, rock. Nos pusimos a juntar monedas y nos compramos nuestro primer cassette, creo que lo gastamos de tanto escuchar.

Para cuando terminaba el siglo y comenzaba el nuevo milenio, con dieciséis años de edad mi hermano enfermo, estuvo internado y él decía que cuando saliera íbamos a ir a un recital de nuestra banda. Fueron dos meses hasta que llegaron a un diagnóstico: un tumor cerebral, que agravado por la negligencia médica, hizo que perdiera su vida.

Al año siguiente mi vieja se contactó con pibes de una revista que se llamaba Soy rock; escribió una carta contando la historia sin saber si alguien la leería, pero era un grito de desesperación, era una deuda. La banda tenia programado un recital en Obras, por lo cuál iban a hacerles una entrevista; en ese entonces alejados de las redes, usábamos teléfonos de línea, los chicos de la redacción –sin conocernos– se movieron muchísimo para hacerse de la carta, que finalmente llegó a sus manos.

Llegó septiembre, teníamos las entradas, Obras nos esperaba. Yo tenía una mezcla de sentimientos, entre emoción y tristeza; cuando salieron a tocar sentía mi corazón que ya rebalsaba de mi pecho. De pronto suenan los primeros acordes de El rebelde, tema que le encantaba a mi hermano, el cantante pide que dejen de tocar, se pone serio y dice:

Este tema se lo quiero dedicar a Pablo.

Se golpea el corazón con el puño y luego apunta al cielo:

Un rengo que no esta más entre nosotros.

No se como describir ese momento, no podría ponerle palabras a ese acto de amor, realmente sentí que Pablo estaba ahí.

Pasado un tiempo nos conocimos y como dijo el baterista: –nosotros conocimos a Pablo.

Todo lo que vino después fue una y otra demostración de la humildad y grandeza de esos pibes que llenaban estadios, pero seguían siendo la banda del barrio, esa que nos enamoró y que nos identificaba.

Hoy después de haber vuelto a los banquetes con inmensa alegría y cargados de emoción, porque atravesamos la tormenta y pudimos volver a disfrutar con los que estamos físicamente y los que han dejado sus huellas.

Una vez alguien me pregunto: –¿Qué es para vos La renga?– y yo después de 27 años dije: La Renga es mi historia.

«Cuando la música moviliza el alma, la revuelca en la felicidad, la devuelve hecha una obra, se inmortaliza para siempre en algún lugar de nuestro ser. Cuando miles de voces echan a rodar esa energía se transforman en una de las más hermosas melodías a escuchar. En esta noche, esas voces, la de los mismos de siempre, dejaron nuestro corazón…insoportablemente vivo«

LA RENGA

Ph La Rebelde

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La Tarzán de Castelar

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*Escribe Germán Grob

En el pituco barrio de Castelar, exactamente frente de la estación del Sarmiento, uno puede llegar de casualidad a este bodegón. Si viene del oeste profundo, en dirección al Once, al salir del andén lo encontrará; si el caso es el inverso, digamos que se dirige hacia Moreno, bajará del otro lado de las vías, se mete al túnel y desemboca justo en la fonda.

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Hay quienes dicen que Castelar es cheto –una suerte de Belgrano en el oeste. Es cierto que del lado norte se caracteriza por casas amplias y prolijas, pero lo que distingue la ascendencia social desde lo habitacional en un barrio son las piletas empotradas en los patios –ya no las pelopincho en las veredas –; y en Castelar Norte no escasean las primeras. Un sábado otoñal, de mediodía avanzado, requiere fortuna si se gusta de las mesas de afuera. Al entrar despiertan curiosidad la variedad de afiches y objetos que decoran el salón. Por supuesto, una amplia barra mostrador con su botellerío por detrás dan aires de herencia pulpera. Hacia el fondo, junto a un viejo mueble, la típica ventanita por la que van y vienen platos. Los cuadritos del salón homenajean la cultura, la política y el deporte; desde Gardel, Pappo, Bela Lugosi, Marlon Brando y Guevara hasta el club de la ribera.

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La fugaz visita impulsada por recomendaciones de parientes y amigos, mediada por algún café, derivó en probar bocado ante el ir y venir de platos y la cartelera que anuncia el menú del día: tapa de asado al horno con papas, paella, carbonada, guiso de conejo, lechón y cordero. No menos atractivo resultó el sorprendente precio popular de las comidas.

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Una doña entra, escruta el lugar luego de elegir su mesa, llama al mozo y pide la carta; vuelve el muchacho con su trapo colgado del antebrazo y le presenta la pizarra que los habitué pasan a consultar antes de sentarse. Una clienta conocida pide lechón, su hígado de avanzada edad no duda y las papas horneadas resultan convenientes ante la recomendación del dependiente del lugar. Por la ventanita sale un plato de ñoquis cargado en forma de montañita, al rato una carbonada servida en su propio zapallo. Los ambulantes del Sarmiento con sus mercancías a cuestas piden empanadas y un vino al pasar, comentan las ventas y continúan su jornada. Se ausenta la doña de su mesa, se acerca el mozo y me consulta si le he visto entrar al biorsi, parece que acostumbra retirarse sin saldar cuentas. Se libera una mesita fuera del salón, salgo, pasa el tren hacia Morón, me siento y miro el transitar de gente por la peatonal. Doy una última ojeada hacia la fonda, un cartelito en la ventana anuncia atención desde 1948, imagino sus comienzos y paladeo los últimos sabores de la tapita al horno en la Tarzán de Castelar.

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Bodegón proletario

Ph La Rebelde

*Escribe Antonio Berger

En Yrigoyen y Perón, hacia el corazón de San Justo, se dan cita los laburantes. Resulta una esquina ineludible, 3 paradas de bondis, el 620, el 174 o el 338 que nutren a los barrios por la Ruta 3 y los fondos de Castillo. La necesaria combinación o por exigida recalada, a fuerza del rugir de las tripas, obligan al obrero a parar en Lo de Guille.

Sábado de marzo, mediodía, el letrero anuncia un salpicón de ave. Como opción acorde a los tiempos que corren -de birrerías que desplazan al vermú- se ofrece una cerveza de botella verde y papas fritas al verdeo. Desbordan la bandeja para que los comensales reconozcan la ventaja que suponen frente a Santa, cuyas fritas se cuentan de a pocos dedos. El sencillo menú se ajusta a los cuerpos de albañiles, pintores y obreros de las fábricas: minutas, parrilla y sanguchería. Las mesas de exterior, bajo el alero y al calor de un tibio sol, obligan a la espera. Hacia adentro, los ventiladores a media marcha disipan los aromas; sólo hay lugar en el sector de camisetas del fútbol argentino, Chicago, Los Andes, Vélez y Belgrano invitan a ocuparlas. La estética obrera es inapelable, tatuaje del Momo en una pierna, la banda del plomero de Mataderos en un brazo, escudos y nombres de niños en pieles de genética mestiza.

Un grupo de simpatizantes del cuadro de Boedo discute la estrategia frente al clásico Huracán. Degluten el asado con ayuda de un Michel Torino, un Branca, la soda o una Coca.

El apuro por volver obliga al sánguche de a pié. La cola se confunde con aquella de los bondis de Yrigoyen, se prolonga por Perón para el lado de Morón y termina con la deserción de quien opta por morfar hacia el fin de su jornada.

No hay tregua para los mozos, son 2 en rigor. Un muchacho y su compañera intercalan atenciones, tratan a los clientes por igual y muestran sorpresa y gratitud cuando algún laburante deja la propina como prueba de su conciencia de clase. Guille abandona el armado de pedidos y echa una mano a los mozos cuando no dan abasto con las mesas. Refriega con un trapo, junta los platos y ahí va, hay lugar para uno más.

Lo de Guille es una referencia, la opción primera para los laburantes de La Matanza. Es un bodegón proletario, por precio y calidad.

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