La Tarzán de Castelar

Ph La Rebelde

*Escribe Germán Grob

En el pituco barrio de Castelar, exactamente frente de la estación del Sarmiento, uno puede llegar de casualidad a este bodegón. Si viene del oeste profundo, en dirección al Once, al salir del andén lo encontrará; si el caso es el inverso, digamos que se dirige hacia Moreno, bajará del otro lado de las vías, se mete al túnel y desemboca justo en la fonda.

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Hay quienes dicen que Castelar es cheto –una suerte de Belgrano en el oeste. Es cierto que del lado norte se caracteriza por casas amplias y prolijas, pero lo que distingue la ascendencia social desde lo habitacional en un barrio son las piletas empotradas en los patios –ya no las pelopincho en las veredas –; y en Castelar Norte no escasean las primeras. Un sábado otoñal, de mediodía avanzado, requiere fortuna si se gusta de las mesas de afuera. Al entrar despiertan curiosidad la variedad de afiches y objetos que decoran el salón. Por supuesto, una amplia barra mostrador con su botellerío por detrás dan aires de herencia pulpera. Hacia el fondo, junto a un viejo mueble, la típica ventanita por la que van y vienen platos. Los cuadritos del salón homenajean la cultura, la política y el deporte; desde Gardel, Pappo, Bela Lugosi, Marlon Brando y Guevara hasta el club de la ribera.

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La fugaz visita impulsada por recomendaciones de parientes y amigos, mediada por algún café, derivó en probar bocado ante el ir y venir de platos y la cartelera que anuncia el menú del día: tapa de asado al horno con papas, paella, carbonada, guiso de conejo, lechón y cordero. No menos atractivo resultó el sorprendente precio popular de las comidas.

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Una doña entra, escruta el lugar luego de elegir su mesa, llama al mozo y pide la carta; vuelve el muchacho con su trapo colgado del antebrazo y le presenta la pizarra que los habitué pasan a consultar antes de sentarse. Una clienta conocida pide lechón, su hígado de avanzada edad no duda y las papas horneadas resultan convenientes ante la recomendación del dependiente del lugar. Por la ventanita sale un plato de ñoquis cargado en forma de montañita, al rato una carbonada servida en su propio zapallo. Los ambulantes del Sarmiento con sus mercancías a cuestas piden empanadas y un vino al pasar, comentan las ventas y continúan su jornada. Se ausenta la doña de su mesa, se acerca el mozo y me consulta si le he visto entrar al biorsi, parece que acostumbra retirarse sin saldar cuentas. Se libera una mesita fuera del salón, salgo, pasa el tren hacia Morón, me siento y miro el transitar de gente por la peatonal. Doy una última ojeada hacia la fonda, un cartelito en la ventana anuncia atención desde 1948, imagino sus comienzos y paladeo los últimos sabores de la tapita al horno en la Tarzán de Castelar.

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