El Boliche de Pichín

En algún lugar de la inmensa llanura

*Escribe Germán Grob

A riesgo de incurrir en una imprudencia catastral y cometer imprecisiones varias, diré que la avenida del exterminador de pueblos originarios -Julio Argentino Roca- se extiende desde el sur, sureste, desde la Ruta 3 hacia su extremo opuesto norte, noroeste, finalizando en el ferrocarril, diagonal a los espesos y lustrosos adoquines azules que interrumpen su trayectoria. La modesta densidad poblacional comienza en esta avenida de vergüenza histórica redimida en honores políticos, mas no en nuestros ancestros nativos, legítimos dueños de aquellas pampas. Juega suerte de mojón un badén de pocos metros que bien pudo ser una acequia ciega y seca, transversal al acceso de continuidad en la avenida. Hacia el centro geográfico y comercial, distante media cuadra de la plaza, se ofrece sobre la avenida la casa del doctor; un administrador del municipio cuya simpatía por el León de los bandidos se reduce al concepto social de “zurdito”. El argumento es suficiente, resultan rechazadas sus presentaciones en la fiesta. Al frente, huelga la imprecisión, el boliche de Pichín.

Por aquellos tiempos los boliches conservaban una atmósfera y una estética heredada de las pulperías. Salones viejos de techos altos, tres o cuatro mesas, pisos de madera y el botellerío detrás del mostrador, junto a alguna heladera de manija. Tal vez sea una exageración el parentesco pulpero, es que resulta una extrañeza aludirlos como “el bar”. En rigor el boliche de Pichín prestaba servicio gastronómico de rotisería, para el Turco y los muchachos, el copetín al cierre de la zapatería.

Pichín entra y sale da la cocina, va y viene a todo vapor, por el rectángulo de una pared lateral salen los platos y las pizzas. Parece excesiva la presurosa atención a los clientes; dos mesas ocupadas. La chaqueta de Pichín, grasosa y abrochada en desconcierto me resulta extraña, nadie utiliza ese atuendo para despachar comidas o bebidas por aquellos lares. En el boliche de Pichín, el Turco me sirvió el primer vaso de Gancia con soda y limón; bajo aprobación tácita de mi viejo. Por supuesto; el mozo, ayudante de cocina, cajero, limpia piso, dueño del boliche, Pichín, se constituía en destinatario irremediable de las bromas del Turco, acompasado por mi viejo. Podía pasar hora y cuarto, hasta que al fin preguntase -¿Algo para picar, señores? No recuerdo negativa alguna. Si la hora aproximaba la cena, dos o tres platitos de cinc con aceitunas, palitos y maní resultaban oportunos. En ocasiones el Turco eludía su comida nocturna y mi viejo postergaba la de casa; Pichín entonces marchaba una picada completa. De variedad azarosa, la falta de matambre casero se sustituía por una milanesa aceitosa cortada en cuadraditos, en ocasiones un tomate natural con un emplasto de mayonesa, tal vez un huevo duro sin cortar, cubitos de queso y salamín. En su histérico ir y venir Pichín olvidaba los escarbadientes y ante el socarrón reclamo, presentaba los cubiertos, cosa curiosa para un copetín. No exagero al recordar la reiteración de alguna milanesa por el piso; Pichín puteando, rascando su cabeza de dimensiones favorables a las bromas y nuevamente al platito, luego de una superficial limpieza con servilletas de papel. En la mesa para dos, al fondo, de impecable traje gris a rayas, haciendo juego con la carmela reluciente, el Pulpo agota a sorbos de cuchara la sopa humeante de la casa.

La mayor tragedia climática recordada en esos pagos es contemporánea a estos sucesos de vermú. Me quedé sentado con el Turco, la luz se hace intermitente, Pichín intranquilo. Mi viejo vuelve de casa, Pichín recoge el Gancia y el sifón, desconoce los niveles consumidos y pregunta cuánto se sirvieron, calcula con el aplomo del dominio de bandeja, se cobra y salimos del boliche. El Turco cojea los 3 pasos hasta la zapatería, al tiempo que agachamos la cabeza con mi viejo y en rauda disparada esquivamos las ramas que caen de las palmeras de la plaza. Una diagonal de ciento y pico de metros, cruzar la calle, atravesar el pasillo infinito chapoteando y ahí si, a resguardo. Con los días, el saldo de aquel tornado resultaba angustiante; techos completos de galpones aparecían en baldíos vecinos, un árbol centenario aplastando un Citroen 3cv, tendidos eléctricos desprendidos de los postes como racimos de una parra.

Pena, vacío, incomprensión. Enigmas del ser que en mis tiempos de temprana juventud profundizaron y complejizaron algo así como un existencialismo del que no se tiene, tan siquiera, conciencia. Tal vez el recuerdo melancólico de aquellos tiempos, personajes y sabores oponen resistencia a la tragedia. Pichín decidió poner fin a su historia.

Otros boliches recogieron el devenir de anécdotas y personajes, asumiendo estéticas acordes a la exigencia de pulpería. En el barrio de los turcos o en la avenida, en algún club de bochas o en aquel donde mi tío, por ascendencia paternal, sonrojaba su nariz al calor de un vino en damajuana que ofrecía El buscavidas, reducto perfumado por la bruma del mar y la herencia emocional de El boliche de Pichín.

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