El Gordo Gus

*Escribe Germán Grob

Con afecto y admiración

Hay dos personas que valoro y admiro, sobre todo esto último, de mis inicios y mi camino. Una de ellas quedará para otra historia.

Era el segundo año de andar, de ir, de venir, de tomar atajos. Esperar a que todo se fuese dando; y ahí sí, ¿te quedás acá? ¿Seguís por dónde venís? Vos sabés, tu andar no será definitivo. Vos sabés, en algún momento volvés a ancarar. Diálogos de siempre por un camino a desandar. Muchos eligen el más corto, aunque el final sea esquivo. Otros el más cómodo. No son pocos quienes optan por el que mayores beneficios provee. Y así, dejando atrás un sendero de este camino, enfilé por aquel que tuviese corazón. Y no la pifié, sin aliento a través de su largo, todo su largo. Y sea por la libre, sea por mandato, se sufre. No es tontera. No lo es.

Doy paso entonces al personaje. Caí a la escuela, turno noche, 18.30. Paso por la oficina –dicen que es la Secretaría-. Mucha gente dentro, mucha gente fuera. Los unos, futuros compañeros; los otros, probables estudiantes. Ahí me recibe el don, como suele decirse en los pueblos del profundo “inferior”, robusto, para comenzar a imaginarlo en forma benefactora; pelo largo, barba, aritos, tatuajes. Más tarde, al verlo andar por los pasillos con tranco cansino, observé sus alpargatas y cinturón de telar –confío en que ese era el modo de producción del sujeta-pantalón-. Sentí placer imaginando una comunidad jipy. Y lo pensé, ¡sí, señor!, –qué buena onda un secretario, un vice, tal vez un director jipy-.

Dos tatuajes. Mi intelecto torpe se arrebató a lo estético. Un código de barras en la muñeca derecha, el ángel de la bicicleta en antebrazo incierto. Si sos tonto correspondés al código con un gil que tiene precio. ¿Mencioné mi mente boba? Del ángel no pude más que pensar en su baja calidad artística. Tiempo después lo comprendí, comprendí todo; el código de barras es su mensaje, para mí, para vos, para el que pose su ojo. ¿Tenés precio? De la bicicleta alada, fácil, un homenaje al Pocho. Pará, paremos un poco, hay algo que lo hace más grande al don; entregaba su piel a uno de los pibes de la escuela. Ese es el Gordo, el Gusti. El portero de la escuela. ¿Quién va a pensar que un tipo así es de la Comandancia General?

Supe que pegaríamos onda cuando llegó un día, uno de esos de calorcito en la ciudad del cangrejo, en el 19 y con ventanillas bajas escuchando rocanrol a todo volumen. La Renga loco, claro. Tiempo después haríamos un viajecito para escuchar rugir al león. Previa más tranquila en el cangrejal, sede aurinegra, con Las Pelotas. Epílogo rockero en medio del campo, de lluvia infernal, noche mágica decorada con bichitos de luz en una olvidada estación del ferrocarril. Y la estrella de rock acomodando las brasas de una parrillita con choripanes.

Y acá me pongo serio. Voy para otra historia, aún de este camino. Entro al aula. Curso revoltoso, hacinado, invierno de perfumes resultantes del encierro. Falto de cintura, de gambetas, con el habitual ímpetu y la garra de los colores que distinguen mi simpatía por un cuadro de fútbol, levanto la voz e intento poner orden. Resultante: se levanta un pibe y me encara de una –yo sentado en el pupitre del frente, el lugar de la autoridad– enojado y herido en la moral del grupo me cuestiona todo desde que pasé por la puerta de la calle Corrientes, paralela al Tiro Federal. Final de clase, se van todos menos el kapanga. Se disculpa, acepto y quedamos empatados. Meses después me piden un informe de aquel estudiante; qué extraño –pienso-, la situación pertenece al pasado y el pibe… uno de los que valoro.

Charlamos con el Gordo de escuelas, docentes, directivos, sueldos, huelgas, auxiliares, calidad educativa, estudiantes. Me entusiasmo y caigo en el error habitual, el de contar los “dramas” que atravesamos en las aulas. Primer año en las escuelas, no pueden ser tantos conflictos por describir; así pues, sale la historia del kapanga. El Gordo escucha, observa, relaciona en su cabeza, no pregunta; yo vomitando palabras en el reducto de 2×1,5 de aquel viejo hospital reciclado. Cuando termino el cuento muestra su destreza, formula su pregunta sutil, analiza, permanece reflexivo. Finalmente concluye y calla. Ahí caigo, instantes previos me contaba de su hijo y los manejos espurios de las escuelas. Y ahí nomás pregunto. Claro, ¿cómo no te avivaste, gil? Mi alumno, el hijo del portero jipy, mi compañero en la nueva escuela.

Del Gordo aprendí mucho, bajo el método más conveniente, ese que es tácito, sin que te digan nada. Si pienso en esos tiempos, sus enseñanzas, me viene esa parte de la canción, esa en que no te tenés que apurar, porque es entonces cuando las horas bajan y el día se hace tibio sin sol.

El Gordo Gus es el alma de la escuela del hospital, esa que es fresca en verano, cuando arde el suelo de la ría. Sólo con sus ganas se pueden hacer festivales de bandas, choripán y murga. Y no le cambies la onda, de fiesta popular a acto formal, porque deja de ser de todos para ser de unos pocos.

Viejo roble del camino, pareciese que Pescado la compuso para vos.

El autor de esta nota y su protagonista

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